No recuerdo cuántos días pasaron sin que se reanudaran las labores. No íbamos a la escuela. Nuestros padres no trabajaban. Todo quedó en suspenso después de aquella mañana cuando el reloj marcó las 7:19.
Teníamos miedo. Todos. Era algo que no sabíamos explicar, que no esperábamos. Esa mañana me encontraba frente al espejo peinándome cuando escuché a mi padre, desde su cuarto, decir que estaba temblando. No entendí. En la mente de un niño de siete años que jamás ha vivido un terremoto, son palabras sin sentido. Se fue la luz.
Aún así, luego de unos minutos, salimos rumbo a la escuela. El vivir en el sur de la ciudad nos dejaba aislados de todo lo que, sin saberlo, acontecía en el resto de la urbe. Hubo clases normales. Mi padre nos contó tiempo después que a eso de las 10 de la mañana se le ocurrió ir al auto a escuchar las noticias: todo estaba destruido.
Salió de inmediato a recogernos y la directora de la escuela, una mujer fuerte y adusta, le impidió llevarse a sus hijos. Causaría miedo, señaló. Mi padre esperó ahí, en el auto, hasta que diera la hora de la salida.
Al día siguiente fuimos al dentista en la noche. A papá le revisaban una muela y yo esperaba ahí, sentado, hojeando una revista. La lámpara osciló violentamente anunciando una nueva desgracia. Esta vez no fue miedo sino pánico lo que se apoderó de todos nosotros. La dentista, una vez pasado el susto, nos contó que su primo estaba desaparecido: trabajaba en Televisa.
Pasaron unos días y fuimos, como siempre lo hacíamos, al Centro Histórico. Lugares de mi vida pasada, de esa que se perdió la mañana anterior, habían desaparecido; sólo eran toneladas de escombros, telas, fierros, muebles y maniquíes que quedaban como escenario de un drama que todos vivimos. Y cientos de mexicanos y extranjeros, con el corazón en la mano y los rostros cubiertos de tierra, ayudaban a buscar sobrevivientes.
Algunas calles estaban bloqueadas por restos de edificios, había gente en la calle, personas llorando en las banquetas, perros sin dueño, niños tomados de la mano de desconocidos. Y había silencio, un silencio terrible que sólo era invadido por las sirenas de las ambulancias.
Cayeron edificios del Barrio Chino, San Juan de Letrán era un caos, no existían ya buena parte de la Obrera, la Roma y la Doctores. No puedo sacarlo de mi mente.
Se nos hizo de noche y mi padre manejó sobre Avenida Juárez. No estaba el Regís y había cientos de personas ayudando en las labores de rescate. Los escombros del majestuoso hotel estaban iluminados esa noche y alcancé a ver el letrero que lo identificaba a la distancia, así como el reloj del edificio de enfrente. Las 7:19 marcaba. La hora en la que cambió nuestra vida.
Publicado originalmente en Excélsior (digital), Junio 1 de 2017
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