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Cinco de Mayo

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 9 jul 2020
  • 3 Min. de lectura

Nos han acostumbrado tanto a la mentira que el lobo terminó atacando nuestra aldea y ni las manos metimos.

La epopeya de oropel que nos han hecho creer ha terminado por opacar una historia de hombres y mujeres que lucharon por defender su patria o incluso por ver realizada la idea que tenían de nación.

Pero como en el imaginario telenovelero que nos han construido sólo hay “buenos buenos” o “malos malos”, desconfiamos de todo aquello que suena a heroico, a sacrificio, a victoria sobre el enemigo externo.

México a inicios de 1862 la tenía difícil: cuarenta años de levantamientos, asonadas, golpes militares, rebeliones y disturbios habían terminado en una guerra civil donde hermanos se enfrentaron por imponer una u otra forma de gobierno. Tres años después, tras el triunfo de uno de esos bandos, la economía estaba devastada, la sociedad seguía dividida, gavillas de guerrilleros mantenían un estado de violencia y, además, la popularidad del presidente distaba mucho de ser la ideal (pese a que hoy en día lo carguemos todos en la cartera en forma de billete de veinte pesos).

Y entonces Juárez decidió suspender el pago de la deuda externa por espacio de dos años, unilateralmente, sí, pero seguramente obligado por las circunstancias de un país al borde de la ruina.

Y desde enero llegaron las primeras embarcaciones de guerra de tres naciones acreedoras que llegaban a reclamar la justo; Francia, España e Inglaterra, con sendos representantes, exigían se pagara lo debido. Estados Unidos no reclamó por hallarse en plena guerra civil.

Y el resto es bien sabido: Francia rompió relaciones con México pues su monarca tenía ya otros planes y la fragilidad de nuestra patria le permitía llevarlos a cabo; eso y que algunos miembros del bando conservador vieron esta situación como idónea para continuar con la lucha que ya habían perdido.

En el Ejército de Oriente comandado por Ignacio Zaragoza pelearon liberales y conservadores; en el ejército francés de Napoleón III pelearon franceses y mexicanos. Y fueron quizás esos años de experiencia, esas múltiples invasiones extranjeras, esa guerra civil que llegó a ser tan cruel, los factores que hicieron que en Puebla se disputaran, los unos y los otros, el todo por el todo. En unas horas quedó sepultada la soberbia del conde de Lorencez (que comandaba al invasor), así como en unas horas quedaron labrados en dorado (¿por qué no?) los nombres de Ignacio Zaragoza, Felipe Berriozábal, Porfirio Díaz, Miguel Negrete (que, dicho sea de paso, era conservador) y tantos hombres que se jugaron la vida por defender el suelo que los vio nacer.

Y Napoleón III vivió por vez primera un fracaso luego de marchar invicto por Europa, Asia y África…

Quizás hoy no sentimos orgullo de nuestro país; tal vez ni siquiera nos atreveríamos a levantar un dedo para defenderlo y le dejaríamos a los gobernantes la labor de hacerlo y, si no lo hicieran bien, tendríamos un pretexto más para criticarlos, algo más que echarles en cara. Sin embargo, los mexicanos de 1862 (así como los de 1847, así como los de 1835, así como los de 1821), tenían una idea diferente de su papel en la sociedad y en la construcción de su país. Y me atrevo a decir que algunos otros (como Juárez, como Díaz) tenían incluso muy claro cuál era su papel en la Historia.

Rindamos pues, un homenaje (sencillo, íntimo, personal) a estos que murieron por defender su patria y dejemos de lado, por favor, las etiquetas de buenos y malos, de héroes y villanos, que no nos sirvieron (ni nos sirven) de nada y mucho daño han causado a nuestra bellísima, fuerte, espléndida nación.



 
 
 

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