Trato de imaginar la sorpresa en el rostro de aquellos trabajadores que, asignados a la mejora de la Plaza Mayor, se encontraron de pronto con la monumental piedra esa mañana de 1790. Llevaba oculta al menos doscientos años a tan sólo unos centímetros de la superficie y nadie la había notado. El pueblo se había olvidado de ella, era parte de un pasado que había quedado oculto bajo capas de tierra y que se pretendía olvidar.
Para fortuna nuestra (y de la piedra), Antonio de León y Gama estuvo presente para dar fe de la importancia del hallazgo. El espíritu ilustrado de este escritor y antropólogo novohispano le permitió intuir que se encontraba frente a una importantísima pieza del pasado mexicano y que era necesario que la sociedad conociera, estudiara y admirara esta joya que, dicho sea de paso, nos confirmaba que los pueblos originarios de América poseían un talento artístico que podía competir con las culturas del viejo continente.
Varias generaciones pudieron observar la Piedra del Sol (que entonces daban por llamar “Calendario Azteca”) recargada en el costado de la Catedral Metropolitana. Y algunos le pusieron flores y velas en calidad de ofrenda y otros más la tomaron de tiro al blanco, destruyendo el rostro del disco central, dedicado a Tonatiuh. Se decidió guardarla, conservarla en un sitio seguro, por lo que se le trasladaría a la Galería de Monolitos del naciente Museo de Arqueología en la calle de Moneda. La medida no fue bien recibida: el pueblo se había acostumbrado a verla ahí, al pasar, en un sitio que se había vuelto parte del paisaje urbano.
La piedra lleva tanto tiempo entre nosotros que es pasado y presente. Todos alguna vez la hemos visitado, hemos tratado de entender su significado, nos hemos asombrado ante su magnificencia, nos hemos dado un minuto para tomarnos una foto y conservar el momento, tratando de paliar la pérdida de la memoria de un pueblo que está en nosotros y que no logramos entender del todo.
Publicado originalmente en Excélsior (digital), Junio 14 de 2017.
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