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La terrible leyenda de los pitufos asesinos

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 19 jun 2019
  • 3 Min. de lectura

Actualizado: 15 oct 2019

Al inicio, nadie le creyó. Cuando con lágrimas en los ojos insistía en que decía la verdad, ni su madre ni su padre quisieron hacerle caso. Mucho menos sus dos hermanos que no veían, en su delirante declaración, sino la muestra de que la imaginación desbordada de la infancia y una inusitada cantidad de televisión no eran buena combinación. Nunca antes había mentido, comentaban los padres mientras se preparaban para dormir, pero no con eso podían justificar que su hija mintiese y menos aún tan descaradamente.

Antes de dormir, Ana cerraba los ojos, arrodillada junto a la cama, apretando los párpados. Quería con ello convencerlo de no despertar, de no martirizarla más. Rezaba con fervor la oración que le enseñó la abuela, segura de que el conjuro lograría, al fin y al cabo, terminar con esa pesadilla. Pero cuando las luces se apagaban y sólo el silencio reinaba en aquella casa, todo comenzaba una vez más. Aquella noche no sería distinta.

Ana… -dijo la madre mientras cepillaba el largo cabello de la hija- ya está bueno de andar inventando historias. Espero que por una vez te acuestes, reces y dejes de soñar esas tonterías.

Él no me deja… -dijo Ana, suspirando mientras, mirada baja, notaba su propia tristeza en un espejo de mano. La madre, torciendo la boca en señal de desacuerdo, continuó su labor. Al parecer la niña no dejaría de mentir.

Cuando Ana los veía en la televisión, los pitufos eran seres amorosos: una inmensa comuna liderada por un ser de mayor edad y muchos, muchos hijos de variados oficios. Un ser humano maligno se dedicaba a perseguirlos mientras que ellos usaban el bosque como hogar y refugio ante la furia de su perseguidor. Pero aquel extraño visitante en la habitación de Ana no era igual: no tenía expresiones de amabilidad… no aparentaba respetar a nada ni a nadie.

Intentó en vano deshacerse de él tirando el juguete al cesto de la basura, pero su madre, dándose cuenta, lo rescató y Ana no mereció otra cosa sino un severo regaño. La única solución posible había sido el clóset, donde al menos no tendría que observar sus terribles ojos. No obstante, las noches eran eternas al escuchar a la pequeña fiera rascar suave, casi inaudiblemente, la puerta. Sólo el cansancio había logrado darle unos minutos de paz.

Pero esa noche no estaba dispuesta a continuar con esta situación. Tras recibir el habitual beso en la frente por parte de su madre, Ana esperó a que la oscuridad invadiera el cuarto. Pasaron minutos, horas de espera antes de que escuchara las pequeñas garras del pitufo arañando el interior de la puerta del clóset.

Armada de valor, Ana blandió las tijeras que, en un descuido de su madre, tomó del cajón del escritorio. Caminó lentamente hasta la puerta y, sin parpadear una sola vez, cogió la manija y abrió.

A la mañana siguiente, un alarido hizo estremecer a todos los habitantes de la casa. La madre, cubriéndose los ojos con las manos, no quería creer que esa imagen pudiese ser cierta. El rojo de la sangre escurría por la puerta del clóset… el lento goteo recordaba al segundero de un reloj de pared. En el piso, bañadas en sangre se encontraban las tijeras que alguna vez estuvieron en el escritorio. Sobre el buró, con expresión de amorosa felicidad, un pitufo observaba la escena, inmóvil como una estatua.


Artículo publicado originalmente en MURCIÉGALO, Año 1, núm. 5 (2012)

Ilustración por Carlos Ramírez

 
 
 

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