Debo decir sin temor a equivocarme que, si algo del llamado Nuevo Mundo impactó al también llamado Viejo Mundo, eso fue el chocolate.
Fue el conquistador Hernán Cortés el primero en percatarse de su valor, no sólo en cuanto a sabor y propiedades alimenticias, sino como moneda de cambio. Lo que no imaginó Cortés es que sería en Europa donde habrían de modificar la bebida que del cacao hacían los mexicas, añadiéndole azúcar y que dicha modificación sería el inicio de uno de los gustos más arraigados a nivel mundial.
Más de cien años después, una mente brillante habría de sustituir el agua por leche…
Pero la adicción al chocolate fue algo que comenzó tempranamente tanto en la sociedad novohispana como en la europea: no era sólo su exquisito sabor, era el extraño, inexplicable placer que producía. Por ello, pronto se puso de moda sobre todo entre las personas de más rancio abolengo quienes, ajenos a cualquier sentimiento de culpa, se dedicaron en cuerpo y alma a consumir la deliciosa bebida.
Y al parecer, todos aquellos que sí deberían sentir culpa se hicieron de la vista gorda para no sentirla.
Todos excepto las monjas del convento de Santa Teresa la Antigua en la capital de la Nueva España, a quienes le dio por seguir una vida más estricta alejadas de todas las pasiones mundanas y las tentaciones que se les presentaban día con día, en especial, el chocolate.
Mujeres valientes, sin duda, las que habitaron en ese sagrado espacio ajeno a los placeres.
Siempre me he preguntado si yo sería capaz de renunciar a él…
Si podría renunciar a comerlo, a beberlo, a olerlo.
A esa sensación de bienestar que siempre me ha producido.
Lo dudo seriamente.
Publicado originalmente en Excélsior (digital), Mayo 3 de 2017.
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