Me dedico al pasado.
Lo decidí una mañana, teniendo diecisiete y no me he arrepentido.
Y tampoco he muerto de hambre como me sentenciaban.
Simple y sencillamente, el pasado es mi vida.
Ahí donde todos ven una calle normal, llena de gente, con locales atiborrados de cosas chinas o insumos para el hogar o para hacerse la barba, yo veo una calle de agua que apestaba, atravesada por puentes a cada tanto y que comunicaba el lejano Xochimilco con la Plaza Mayor.
Ahí donde todos ven una franquicia de destacada marca norteamericana yo encuentro la casa de tal o cual personaje, que caminó estas calles mucho antes de que lo hiciéramos nosotros.
Ahí donde todos ven un parque de diversiones cotidiano, yo encuentro un campo repleto de cadáveres de una de tantas batallas que ha librado mi patria y que ha perdido.
Y sé que no estoy solo, que somos muchos los que, desde la trinchera del pasado, tratamos de cambiar el futuro de nuestra bella nación y que, irónicamente, si charlamos, lo hacemos del presente.
Y no sé si estoy loco o es que lo estamos todos, pero he notado últimamente que nos sentimos orgullosos de nuestra Historia… (los que nos dedicamos a ella, por supuesto).
Quizás el conocerla tan de cerca nos volvió más sensibles, más perceptivos quizás, de que no hay blanco ni negro. Que somos una amplísima gama de grises en la que las etiquetas de héroes y traidores no necesariamente definen a quienes vivieron esos tiempos.
Y nos topamos día con día con hordas de fanáticos que nos quieren imponer sus estatuas y borrar de un tajo a quienes perdieron en la guerra, a aquellos que son ajenos a los intereses de quienes escribieron el libro.
Porque sí, aunque suene trillado tiene mucho de cierto eso de que la Historia la escriben los que triunfan.
Yo quisiera triunfar sobre el maniqueísmo; sobre esa idea ramplona de los buenos y malos, de los que se ganaron el nombre de una calle y los que ni siquiera merecen la mención de haber participado. Y me fascinaría también que a la gente le importen los muertos que dieron su vida por nosotros. Porque eso es lo que son: nuestros tatarabuelos que se jugaron el pellejo por defender su suelo, su forma de pensar, sus tradiciones. Pero los hemos olvidado.
A algunos los tenemos en estas fiestas patrias y otras celebraciones en estampas, estatuas y billetes. Unos nos son más familiares porque su nombre es calle, estación de metro, colonia o hasta estado pero, incluso a esos, a los que nos topamos día con día, poco a poco los vamos olvidando. Son sólo eso: nombres. Nombres que repetimos como referencia pero que no son nada para nosotros.
Qué tristeza me da.
¿Y si los rescatamos?¿Y si contamos sus vidas con todo y sus defectos? ¿Y si nos acordamos que tuvieron familia, amigos, aficiones…?
¿Qué tal si los mostramos como fueron aunque se nos lancen al cuello los defensores a ultranza de sus mitos? Porque eso se han vuelto los unos y los otros: personajes mitológicos de verdades absolutas o nefastas memorias. Sería bueno, empezar, al menos con mirarlos a nuestro paso.
Con pensar en su nombre (la calle en que vivimos), con ver como nos miran desde los pedestales, con indagar un poco sobre ellos haciendo lo posible por no juzgarlos a los ojos de nuestros propios vicios.Y si tú no te sumas, al menos lo haré yo.
Y seguiré sintiéndome orgulloso de aquel, nuestro pasado.
Publicado originalmente en Área de No Leer, revista digital, septiembre 11 de 2016.
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