La primera vez que escuché sobre la Banda del Automóvil Gris tendría yo unos, no sé, quince o dieciséis años. Era parte de una compañía teatral que recorría los asilos de la Ciudad de México llevando una función a cuestas: la lectura dramatizada de la vida de María Conesa, la famosa tiple de principios de siglo que habría de enamorar a cuanto espectador la conocía en el Teatro Principal. Llegábamos al sitio, nos instalábamos en una mesa o cualquier otro espacio improvisado para leer y ser escuchados y al poco tiempo se sentaban ahí, frente a nosotros, esos viejecitos ilusionados y agradecidos de escuchar sobre un personaje de su infancia o adolescencia, sobre la ciudad, sobre los teatros, las tiples y la zarzuela.
Y en nuestra narración hablábamos de esos días en los que los revolucionarios tomaron la capital y luego regresaron a sus tierras. Y hablábamos del chisme de la época, de cómo la Conesa y Mimí Derba eran sospechosas de tener relación (directa o indirecta) con los miembros de un grupo delictivo que asaltaba las casas de los ricos con un original modus operandi y huían a bordo de un auto reluciente, un automóvil gris…
De todos estos hábiles delincuentes, siempre me ha sorprendido la historia de Higinio Granda, el misterioso líder del que poco se habla y quien logró librarse de la pena de muerte. Lo que han dicho de él: varias fugas de diversas prisiones, numerosas amantes, un fuerte liderazgo, nexos con la política y una capacidad de evadirse que bien podría compararse con la de Fray Servando… Granda además fue tan listo que posiblemente se encargó él mismo de no difundir su historia, de no hablar de sí, de no contarle a todos sus hazañas. Su principal cualidad, lo que lo hacía más listo que cualquier otro bandido de la época, es que siempre supo pasar inadvertido. Se sabe su nombre, alguna foto hay suya y se sabe que era uno de los líderes, pero ni se le atrapó, ni volvió a mencionarse su nombre. Y además de todo eso, coronó sus delictivas acciones sumido en el silencio de una vejez tranquila.
Y siempre me imagino que increíble sería si uno de esos viejitos atentos del asilo de ancianos se hubiera levantado esbozando una sonrisa de regreso a su cuarto, a sabiendas de que todos conocíamos su historia, la historia de su banda, de sus golpes, de esos años de gloria en que se sentían dueños de la urbe cómodamente sentados en su gris automóvil.
Publicado originalmente en Excélsior (digital), Septiembre 6 de 2017.
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