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Foto del escritorLeopoldo Silberman

Mis muertos

Son varios ya mis muertos. No tantos todavía, pero los suficientes como para llenar una pared de recuerdos y de historias contadas y anécdotas inéditas, de sonrisas y charlas y de enojos, de traumas y rencores, de refranes bañados de sapiencia y de chistes y chismes. Una sola pared, atiborrada de marcos y marquitos con instantáneas sepias y fotos a color. Un muro de mi historia y de la Historia de mi país y de otros sitios, de mi familia y de otras similares.

Jamás me han dado miedo. Por el contrario, a veces les extraño y a veces los recuerdo y sé que si algún día tuviesen que volver por estos lares, tendría muchas preguntas y ellos, acostumbrados a siempre responderme (pues la curiosidad ha sido mi constante), tendrían que acomodarse en el sillón y contar qué ha sido de ellos, qué se siente no estar o estar en otro lado (y si hay “otro lado”).

Mi mamá dijo un día que siempre hablo de papá, que sólo de él escribo. Quizás comencé a hacerlo porque le debo aún un mejor sitio en mi memoria, un poco más de entendimiento y menos de tormento. Quizás porque me faltaron las horas para decirle cosas o quedarnos callados y mirar hacia afuera por la ventana del carro. No lo sé. Pero si sé que no es el único de mis muertos que extraño o que quisiera ver quizás sólo una vez, para decir adiós o darles un abrazo y decirles “tenías mucha razón, no ha sido fácil, pero aquí estoy y estaré y ahí voy, aprendiendo…”

No sé qué tanto es cierto pero alguna vez oí que cuando pierdes a alguien la vida te compensa. Que se te va uno, dos… y dos vienen de vuelta. Que cada lágrima que corre y escapa de tus ojos toca el suelo y regresa, como el agua de un río, vuelta gota de lluvia. Me gusta imaginarme que es cierto y que de algo servirá llorar en esta vida. Yo que soy muy chillón, debo caminar más seguido y no usar el paraguas. Quizás sienta a mis muertos de regreso.

Y un día se fue mi abue Moni y mi abuelito Jesús, se fue mi tío Manolo y mi abuelo Ben-Zion y se fue mi perrita, la Tiffany, a quien sacrificamos para que no sufriera. Luego… se fue papá. Y dolió aquí en el pecho y bajo la costilla y en las noches y todas las mañanas le llovimos un río. Y luego se fue Polito Leal y al poco tiempo e inundada en dolor se fue su madre, Yolanda, amiga de mamá. Y también tío Samuel y luego tía Esperanza, la tía Paula y tía Lucha, quien tanto me quería y a quien yo también amaba.

Luego se fue tía Chela, nuestra abuela no abuela, la matriarca de una parte de mi familia. Y le lloramos todos porque no quedó nadie de su generación y por cariño y por agradecimiento y porque la imaginábamos eterna. Los creíamos eternos. A todos. Pensábamos que estarían aquí siempre y postergamos el decirles algo, el reconciliarnos, el abrazarnos, el escuchar esas historias que contaban.

Pero la vida te susurra que no hay que callar amores ni guardar más rencores. Que es fugaz y termina pronto y sólo se detiene en el momento en que guardamos silencio y nos miramos a los ojos y decimos te quiero y damos un abrazo y nos dejamos de tanta bobería que empaña nuestros días y nuestras horas pues, de todos los inventos que el hombre ha patentado, sólo debería importarnos uno, el más sencillo, el que todos tenemos, el que nos hace ser: el tiempo.

Y el tiempo es el presente.

He tenido ansiedad todo este día y no sabía por qué. Tal vez es uno de ellos, hablándome al oído para que yo recuerde que sólo existe hoy, este momento justo y que ayer es pasado y es Historia y es sólo aprendizaje. Que sólo importa ahora, este instante preciso. Cierro los ojos, lo veo y asiento, agradecido.



Publicado originalmente en Área de No Leer, revista digital, noviembre 4 de 2016.

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