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Foto del escritorLeopoldo Silberman

Puta vida

Dos litros de cafeína a partir de las 7.

Alejándose de sus demonios, el escritor desliza rápidamente las falanges sobre las teclas.

La vista de lince, confirma el acento, la coma, los puntos suspensivos…

Los acordes de un violín. Es checo. No, es húngaro, recuerda. Le trae de vuelta la melancolía.

Contesta el teléfono, interrumpiendo bruscamente la labor. No, no es su número. No insista.

Conversaciones ajenas se cuelan en su cabeza.

A su diestra -y su siniestra- hay hombres que usan gorras planas, de lana…

(¿Es un complot? ¿Mera casualidad?)

La rubia hace dibujos en el aire para el de la gorra.

La de los ojos delineados, bebe un expreso y finge no estarle coqueteando al otro individuo de la gorra.

Necesita concentrarse. Que se vayan. Que lo dejen solo con sus demonios.

El escritor recuerda salvar el documento. Archivo. Guardar. Listo.

Un hombre vestido de morado lo observa mientras habla al teléfono. Balbucea. Discute.

Un café más. Americano.

Las manos tiemblan.

El húngaro es un prodigio. Un mago. ¿Será hijo del demonio?

Revisa el mail para ver si ha llegado la respuesta. Nada aún. Puta madre.

Regresa a la página en blanco. Borra. Escribe. Borra. Borra. Escribe.

Fisgonea a la pareja que se acomoda detrás suyo. Ella es linda. Él, un pelmazo.

Otra conversación en el chat. No, gracias. Está trabajando.

Cierra el face. Abre el twitter. Bobea durante unos minutos mientras se cuela el aire por su espalda.

Hace frío una vez más. Febrero loco.

El celular lleva vibrando toda la tarde. Malditos mails. Ajustes. Notificaciones. Listo.

Ahora sí, se prepara para encontrarse con la muerte.

¿La muerte? ¿La suerte?

Tormentas se aproximan.

En la mañana habló del padre castrante.

En la mañana discutió sobre la expansión del imperio británico y sobre el mole de olla.

Toda una tarde de tráfico. Marchas. Café capuchino. Deslactosado. Light.

Acompañan al húngaro al piano. Bien. Hacía falta.

La foto aún no está editada. ¿Y el proyecto? Se pregunta una vez más por el siguiente proyecto. Por la tarea que aún no quiere pensar pero que es necesaria.

Desactivar chat. No quiere hablar. Ya no. Correcto: escribir, no hablar.

La música sustituye las voces. El café suplanta a la sangre. No escucha el latido. Escucha el latte.

¿El café viene de Etiopía?

Qué triste el caso del hombre que, a los ochenta y nueve, perdió lo único que tenía: su gato.

Maldita sea. La vida es una mierda.

¿Bueno? No, número equivocado. No. No insista.

El escritor sube el volumen del audio. No más mensajes por favor. Puto face. Todo es su culpa.

La rubia ya cayó. El de la gorra se la lleva del brazo. Van al hotel de enfrente.

Ya nadie separa el aluminio ni el plástico. Los de la basura los juntan en el camión. Da igual.

Los acordes rebotan en su cabeza. Quizás falte algo. ¿Un café?

Se pregunta si debería, quizás, escribir a máquina.

Eso es. A máquina.

El cantar de las teclas ayudaría y el tintineo de la campana al final de cada renglón.

Archivo. Guardar.

¿Llovió de nuevo? Es febrero. Pinche locura.

Pronto será catorce. Por eso tanto cursi. Pinches vendidos.

Tres por ciento. El escritor sabe que pronto morirá la computadora.

Archivo. Guardar.

No. No estoy para nadie. Puto face.

Al dar el último trago al café amargo, cierra la tapa de la computadora.

Cómo extraño mi Olivetti.

Puta vida.






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