Debo decir que me es inevitable pensar en Antonio de Santa Anna todos los días, justo al salir de casa. No es fanatismo ni obsesión de historiador, no, no, no. Es tan sólo que vivo a unos pasos de la que fuera su residencia, en la antigua calle de Vergara, hoy Bolívar, de nuestro Centro Histórico.
Y siempre que lo pienso me acuerdo de su muerte y me da pena, me parece muy triste, demasiado.
Lo dije en una ocasión y lo sostengo: si alguien alguna vez viaja en el tiempo, regrese por favor a aquella noche, a aquel 21 de junio de 1876 y, se lo suplico, déle un balazo a Su Alteza Serenísima. O una puñalada, si no un veneno. Pero por piedad no permitan que muera de diarrea, que no hay muerte más triste para un general que terminar sentado en un nada honroso retrete.
Ya bastante tenía con el olvido, y con saberse prescindible en la vida nacional desde hacía al menos dos décadas. Lo imagino sentado todas las tardes en la ventana de su cuarto observando el teatro que alguna vez llevó su nombre y que no lo llevaba más. Se supo innecesario. Quizás alguna vez pasó por su cabeza la ilusión de haber muerto en batalla, pero no sucedió. Murió de una infame cagalera.
Todos hemos sentido la muerte chiquita sentados en la taza cuando algo nos cae pesado, nos enferma. Y nunca falta quien ofrezca un remedio: un té, caldo de pollo, agua de arroz para evitar soltar la vida por el caño.
¿Qué nadie pudo recetarle algo? ¿Una cura casera? ¿Algo que le aliviase? Así, al menos habría cerrado el ciclo de forma más decente; con algo de dignidad. No en la letrina.
Publicado originalmente en Excélsior (digital), Abril 19 de 2017.
Comments